A fuego lento: 38
A fuego lento de Emilio Bobadilla Capítulo VIII El mar estaba agitadísimo aquella mañana de mediados de Septiembre. La resaca era muy fuerte. Al llegar a la orilla las olas chocaban unas contra otras rompiéndose en turbios espumarajos. El cadáver de una raya danzaba entre el oleaje y las hoyas rojas se sumergían y emergían, como enormes tomates, a capricho de los tumbos de la marea que subía invadiendo toda la playa hasta llegar a las casetas. Al descender, con una rapidez incontrastable, arremolinaba los guijarros, que sonaban como si les triturasen en una paila de aceite hirviendo. El cielo, oscuramente gris, estaba muy bajo. El médico, arrebujado en su bufanda, con la gorra hasta las orejas y las manos en los bolsillos del gabán, gozaba con el espectáculo del mar que acariciaba a las rocas con efusiones de un amor salvaje. Una lluvia menuda y tenaz desdibujaba y entenebrecía los objetos. Por las calles fangosas y malolientes del pueblo pasaban de prisa algunos...
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