Apéndice 5. El impresionismo
Origen y significación de un nombre 1874 fue un año clave en la historia del arte: un intrépido caballero —que era a la vez fotógrafo, dibujante, escritor y aeronauta— presentó al público, en un local de su propiedad, un grupo de pintores sorprendentes. Por primera vez, Monet, Renoir, Sisley, Cézanne, Guillaumin, Pisarro, Degas y Berthe Morisot reunían sus cuadros. París quedó estupefacto. Luego, sin comprender nada, marchands, críticos de arte y público en general prorrumpieron en grandes carcajadas… Las peores palabras condenaron la exposición. El cuadro de Claude Monet, Impresión, salida del sol hizo reir a un crítico ocurrente, y el grupo fue bautizado con el nombre de «los impresionistas». Aunque puesto con mala idea, el nombre quedó. Ellos no lo rechazaron. La exposición en casa del fotógrafo era el resultado de largos años de intenso trabajo. Pintando a pleno sol, los jóvenes pintores impresionistas, decididos a reproducir la realidad, descubrieron multitud de problemas técnicos y todo les llevó a buscar una nueva manera de reproducirla. Admiraban a Courbet, pero encontraban sus cuadros demasiados oscuros. Admiraban al romántico Delacroix por la riqueza de su colorido… Pero no dejaban de advertir que, desde el punto de vista formal, ninguno de los dos representaba una novedad en el sentido estricto de la palabra. Los antecedentes de la técnica de Courbet eran antiguos. Su estilo era una actualización del de Caravaggio, del de Hals. Y el de Delacroix procedía de Rubens, de Tiziano… No querían imitarles. Fue el gran colorista Edouard Manet quien les enseñó el camino. Y ellos siguieron adelante, basándose en sus propias experiencias y en ciertos trabajos científicos que empezaban a ser conocidos. En efecto, las teorías de Helmholz y Chevreul acerca de la composición de la luz natural les ayudaron a dar el salto. En ellas, estos pintores aprendieron que en la luz no existen ni los negros ni los pardos ni los grises. En consecuencia, si querían captar verdaderamente la realidad, no debían utilizarlos. ¿Cómo eliminarlos de sus paletas? Estos colores eran indispensables para representar las sombras y, por lo mismo, para representar los volúmenes. Renunciar a las sombras les llevaría a una pintura plana, bidimensional. Y ellos no querían tal cosa. La teoría de Chevreul les dio la solución. Según las investigaciones de este científico, aunque en grado menor, también la sombra es colorida. Los futuros impresionistas leyeron en Chevreul que la sombra depende del complementario del color dominante en la luz. De inmediato, abandonaron la técnica del claroscuro (vigente desde el Renacimiento), logrando representar las sombras mediante contrastes de colores complementarios. Si la técnica tradicional se basaba en el contraste de valores, la nueva —y revolucionaria— estaba basada en el contraste de colores cálidos y fríos. Esta técnica les llevó a prescindir del contorno y a manejar el pincel con rapidez. Se alcanzaron notables resultados por este camino, y el color empezó a vibrar en sus cuadros con una intensidad hasta entonces desconocida. Las rápidas pinceladas —que fueron tomando forma de coma— eran aptas para pintar a pleno sol, aptas para captar un instante fugaz, un efecto luminoso. Para estos grandes innovadores la naturaleza era cambiante. Su apariencia dependía de la luz, que varía con las horas, con las estaciones… ¡Qué cambio de actitud con respecto a Leonardo de Vinci que creía, como sus contemporáneos, que los colores eran realidades inmutables, independientes de la luz y del sujeto que los capta! La impresión momentánea importaba ahora por encima de todo. A este interés por lo momentáneo contribuyó no poco la fotografía, inventada en 1824 por Niepce. Estudiando fotografías —que captan instantes— pudieron los impresionistas estudiar a fondo la percepción del movimiento. Además, contemplándolas, se familiarizaron con la belleza de fragmentos de la realidad tomados al azar, espontáneamente. Tal gusto por lo espontáneo chocaba con la concepción neoclásica del arte y también con la romántica. Según se enseñaba en las academias, era cuestión fundamental escoger bien el tema y centrar la atención en lo principal. Por otra parte, estos artistas —y más todavía quienes los siguieron— intuyeron que la fotografía les liberaba de la obligación de reproducir la realidad minuciosamente, dibujándola al detalle. De allí en adelante, la cámara fotográfica asumiría la responsabilidad de registrar documentos históricos, de fijar para siempre el rostro de las personas con absoluta exactitud. Comprendieron muy bien la diferencia que hay entre una fotografía —que reproduce la realidad mecánicamente— y un cuadro —que la reproduce a través de la sensibilidad del artista. La Segunda Exposición de Pintura impresionista tuvo lugar dos años después, en la galería Durand-Ruel. «Toman las telas, el color y los pinceles, arrojando al azar algunos brochazos y firman el conjunto»… explicó a sus lectores un crítico de arte. ¡La misma incomprensión que en 1874! Con pocas excepciones —entre ellas, el escritor Emile Zola y el marchante Durand Ruel—, los impresionistas se vieron sin apoyo. Casi todos conocieron los peores extremos de la miseria. Pese a ello, continuaron su evolución, seguros de la validez de sus procedimientos. Organizaron exposiciones —seis más hasta 1886— desafiando a todos.
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