Cañas y Barro: 72
none Pág. 72 de 158 Cañas y Barro Vicente Blasco Ibáñez El Cubano adivinaba esta emoción. Había soñado con él, ¿verdad? Lo mismo le había ocurrido a Tonet en su barraca. Toda la noche viéndola en la oscuridad, extendiendo sus manos como si realmente fuese a tocarla. Y después de esta mutua confesión quedaban tranquilos; seguros de una posesión moral de la que no se daban exacta cuenta; ciertos de que al fin habían de ser uno del otro fatalmente, por más obstáculos que se levantasen entre los dos. En el pueblo no había que pensar en otra intimidad que las conversaciones de la taberna. Todo el Palmar los rodeaba durante el día, y Cañamel, enfermizo y quejumbroso, no salía de casa. Algunas veces, conmovido por un relámpago pasajero de actividad, el tabernero silbaba a la Centella, una perra vieja, de cabeza enorme, famosa en todo el lago por su olfato, y metiéndola en su barquito, iba a los carrizales más próximos para tirar a las pollas de agua....
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