Casa de la estupidez
“¿Te vas definitivamente de esta casa o piensas regresar?” Me volví, de repente, hacia donde venía la voz, pero no vi a nadie. Estaba solo en la acera, frente al portón que acababa de dejar a mis espaldas. Hasta donde alcanzaba la vista, las calles también estaban desiertas. ¿Quién me había hablado? El entronque de tres calles formaba una plazoleta y, en medio de ésta, como un barco inmóvil, avanzaba la casa en que había pasado la velada: esa estúpida velada. Volví a mirar mi alrededor: ninguna alma viva. La casa, semejante a una enorme proa, imponía a la plazoleta su sombra larga. Más allá de la sombra, la luz de la luna invisible expandía en el asfalto una metálica claridad. Todo estaba frío y muerto en torno. Parecía que la vida se hubiese congelado en la desierta construcción. Alcé los ojos hacia la fachada, pensando que la voz había partido de alguna de las ventanas que, en cinco filas paralelas, me observaban; pero todas estaban herméticamente...
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