En 1930, el príncipe de Gales era, a sus treinta y seis años, el soltero más codiciado del mundo. No tanto por su apariencia física como por el hecho de ser el heredero de la corona de un país cuyas posesiones imperiales abarcaban en aquel entonces, casi una cuarta parte de la Tierra, tanto en kilómetros cuadrados como en número de habitantes.
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