El doctor Pértinax: 1
El sacerdote se retiraba mohíno. Mónica, la vieja impertinente y beata, quedaba sola junto al lecho de muerte. Sus ojos de lechuza, en que reverberaba la luz de la mortecina lamparilla, lanzaba miradas como anatemas al rostro cadavérico del doctor Pértinax. -¡Perro judío! ¡Si no fuera por la manda, ya iría yo aguantando el olor de azufre que sale de tu cuerpo maldito!... ¡No confesará ni a la hora de la muerte!... Este impío monólogo fue interrumpido por un ¡ay! del moribundo. -¡Agua! -exclamaba el mísero filósofo. -¡Vinagre! -contestó la vieja, sin moverse de su sitio. -Mónica, buena Mónica -prosiguió el doctor, hablando como pudo-, tú eres la única persona que en la tierra me ha sido fiel..., tu conciencia te lo premie...; esto se acaba... llegó mi hora, pero no temas... -No, señor; pierda usted cuidado... -No temas; la muerte es una apariencia; sólo el egoísmo... individual puede quejarse de la muerte... Yo expiro, es verdad, nada queda de mí..., pero...
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