La tía Tula:XVI
La tía Tula de Miguel de Unamuno Apenas, fuera de la soberana, hubo abatimiento en aquel hogar, pues los niños eran incapaces de darse cuenta de lo que había pasado, y Manuela, la viuda casi sin saberlo, concentraba su vida y su ánimo todos en luchar, al modo de una planta, por la otra vida que llevaba en su seno y aun repitiendo, como un gemido de res herida, que se quería morir. Gertrudis proveía a todo. Cerró los ojos al muerto, no sin decirse: «¿Me estará mirando todavía...?» Le amortajó como lo había hecho con su tío, cubriéndole con un hábito sobre la ropa con que murió, y sin quitarle esta, y luego, quebrantada por un largo cansancio, por fatiga de años, juntó un momento su boca a la boca fría de Ramiro, y repasó sus vidas, que era su vida. Cuando el llanto de uno de los niños, del pequeñito, del hijo de la hospiciana, le hizo desprenderse del muerto a ir a coger y acallar y mimar al que vivía. Manuela iba hundiéndose. –Yo, señora, me muero; no...
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