VII. La campaña de Italia (1796-1797)
Un ejército olvidado Para un hombre tan ambicioso como Napoleón, la jefatura del ejército de Italia tiene más ventajas que inconvenientes, por lo que insiste ante el Directorio sobre la urgencia de tomar el mando e iniciar una campaña por la península mediterránea. París accede, pues le interesa crear una cuña en el sur que divida las fuerzas austriacas, y el joven corso consigue por fin viajar al sur de Francia investido con todos los poderes. ¿A qué se va a enfrentar? La situación de las tropas del Mediodía es lamentable: las pagas no llegan, faltan víveres y suministros, la moral se diluye y entre los batallones cunde el desánimo, la deserción y el instinto de rapiña. Son tres años ya de práctica inactividad los que soportan las tropas con las que el joven general piensa emular la hazaña de Aníbal. Pero la situación tiene también sus ventajas. Nadie al otro lado de los Alpes espera un ataque francés antes del deshielo, por lo que los efectos de una penetración sorpresa pueden ser, en este caso, magníficos. Y una nueva ventaja: el estado del ejército francés es tan lamentable que nadie en París abriga grandes esperanzas. El desinterés del Directorio por sus tropas de Italia es palpable, y este detalle pone en las manos de Bonaparte un barro casi virgen, que podrá modelar según sus particulares y muy originales criterios. Los primeros días fueron duros y Bonaparte, que no podía enorgullecerse ni de su origen familiar, ni de su apariencia física y aún menos de la calidad de su francés, tuvo que encarar la reticencia y los desplantes de una oficialidad oxidada por la inactividad y molesta por los fulgurantes ascensos con que la Revolución premiaba a sus hijos. Todo lo superó con las dosis justas de arrogancia y un despliegue de energía en el trabajo que, poco a poco, cautivó a todos. Un testigo describe así la imagen que del corso corre de boca en boca: «Se le tomaba por un matemático o un iluminado»; y un oficial llamado Augeran, botarate y corpulento, escucha pálido esta amenaza de su nuevo general: «Habéis pronunciado frases sediciosas; tened cuidado si cumplo con mi deber. Vuestra estatura de cinco pies y seis pulgadas no os evitaría que os fusilase inmediatamente.» Pero el reto que Bonaparte se había impuesto era aterrador, y a veces el desánimo se filtra en las cartas que envía al Directorio: «Lo que ustedes me piden es que realice milagros; y esto no puedo hacerlo. Sólo la prudencia y la habilidad conducen a los grandes resultados. De la victoria a la derrota no hay sino un paso.» Y si el destinatario de sus opiniones es alguien de más confianza, sus quejas se tiñen incluso de desprecio: «¿Creerá usted que no tengo aquí un solo oficial de ingenieros? Ni siquiera uno que sepa por propia experiencia lo que es un asedio.» Las cifras le daban la razón: 24 solitarios cañonss de montaña, 4.000 caballos enfermos, 300.000 francos en metálico y víveres para alimentar a sus 30.000 hombres sólo durante un mes, y eso siempre y cuando la ración se redujera a la mitad. Ante este panorama Napoleón sólo podía recurrir a una promesa, tan poco revolucionaria como clásica en el arte de la guerra: el botín. Y así lo hace, en una de las arengas más conocidas de la historia: ««Soldados: estáis desnudos y mal alimentados; mu cho os debe el Gobierno, pero, por ahora, no puede daros nada; la paciencia y el valor que mostráis en medio de estas rocas son admirables, pero no os pro porcionan la menor gloria ni provecho. Yo quiero conduciros a las más fértiles llanuras del mundo. Ri cas provincias y grandes ciudades quedarán en vues tro poder. En ellas encontraréis honor, gloria y ri queza. ¡Soldados de Italia! ¿Serdá posible que carez cáis de valor y de constancia?»»
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