VIII. Sinfonía pontevedresa

ARRINCONA Valle-Inclán su sombrero charro y su roja chalina —últimos recuerdos de su estadía mejicana— y se da a pasear, al filo de los atardeceres, por aquella deliciosa Alameda de Pontevedra, la ciudad elegida para el reencuentro exigido por su particular nostalgia. Por las mañanas se despierta pronto, aunque se levanta tarde, a la hora de almorzar. Trabaja en cama, escribiendo lentamente sobre unas cuartillas desordenadas que se traspapelan con facilidad. Después de comer acude a una tertulia. Profesores de Instituto, diletantes, curiosos intelectuales. Un latinista, excelente animador de preocupaciones literarias, dirige el cotarro en el seno de una rebotica. Valle-Inclán ha de encontrar en este don Jesús Muruais a su pintiparado confesor de letras. La biblioteca del profesor está a su alcance y al día. En el ámbito local de la amable ciudad pontevedresa empieza Valle-Inclán a sentar plaza de joven escritor recién llegado de América. Y no desconcierta en la...

Este sitio web utiliza cookies, propias y de terceros con la finalidad de obtener información estadística en base a los datos de navegación. Si continúa navegando, se entiende que acepta su uso y en caso de no aceptar su instalación deberá visitar el apartado de información, donde le explicamos la forma de eliminarlas o rechazarlas.
Aceptar | Más información